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Contra los tópicos. Una conversación con Basilio Martín Patino.

22 de mayo de 2014 | Entrevistas

Conversación de Basilio Martín Patino con Casimiro Torreiro.

 

Personaje clave en la convocatoria de las Conversaciones de Salamanca que en 1955, pretendieron poner al día el cine español, hacerlo más crítico y cercano a una realidad que no asomaba a las pantallas; estudiante del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas y, desde ahí, puntal del bautizado como Nuevo Cine Español, Basilio Martín Patino atesora una memoria rebelde e inconformista frente a lo que luego serían los lugares comunes asociados a los cines emergentes en la fecunda, y por tantas otras cosas tremenda, década de los 60.

Lo que sigue es el parco y, por razones de espacio, obligadamente concentrado de unas diez horas de agradable, distendida charla con uno de los creadores que se mantienen más firmes e insobornables en sus convicciones sobre qué es el cine y en qué consiste el oficio del cineasta: ahí está su último trabajo, Octavia (2002), para trazar la línea de continuidad, y al tiempo de necesaria renovación estética, con Nueve cartas a Berta (1965), su primer largometraje, que para muchos significa ni más ni menos que el manifiesto en imágenes (de otro tipo, el NCE no tuvo) del cine joven que por entonces comenzaba a asomar a las pantallas hispanas.

Para empezar por el principio, ¿cuáles fueron tus primeros contactos con el cine? No como espectador, sino más adelante: con el cine como proyecto artístico y personal.

Yo tengo la impresión de que desde siempre tuve la idea de hacer cine. Era algo que encajaba perfectamente en lo que me gustaba y que coincidía con mis tendencias. Lo que ocurría era que, en la Salamanca de mi juventud, si decías que querías ser director simplemente podían tildarte de loco pretencioso. Con lo cual empecé una carrera, Filosofía y Letras, que parecía la más apropiada como iniciación, pero con la idea de que en cuanto pudiera, me pondría a estudiar cine. Recuerdo que en las vacaciones me iba a conocer el Centro Sperimentale de Roma, o el IDEC de París. Y de ahí viene también la creación del cine-club, que lo montamos sin saber lo que era verdaderamente un cine-club. Un recurso para tener la oportunidad de estar más informados. Su éxito tuvo que ver con lo sedienta que estaba la gente por ver espectáculos, conciertos, cualquier cosa. De manera que desde un primer momento la ciudad lo acogió como agua en mayo, algo extraordinario, y muy significativo. Vine a Madrid y conocí a Bardem, a Berlanga, a Ricardo Muñoz Suay, que comenzaban a destacar, y, a través de ellos, también a Sadoul, a Cesare Zavattini y a Guido Aristarco, que me publicó cosas en Cinema Nuovo.

¿Esos textos fueron los primeros que publicaste sobre cine?

No, antes había creado la revista “Cinema Universitario”. Y escribí en Objetivo, en revistas de entonces como Positif. El cine-club funcionó muy bien, en parte también porque podíamos traer a gente de todas las partes con las que charlábamos, nos presentaban sus películas. Fue una época especialmente enriquecedora.

¿Cómo fueron tus relaciones con Bardem?

A Bardem lo conocí en su mejor momento. Era una personalidad deslumbrante, nueva, lógicamente avasalladora. Creo que fue muy generoso conmigo, joven provinciano, pero con interesantes actividades en la Universidad de Salamanca, y buenas relaciones con catedráticos destacados. Incluso después, recién llegado yo a Madrid, ya licenciado, me invitó a trabajar con él como una especie de secretario particular. La verdad es que no duré más que un mes. Pero creo haber conservado con él una sincera amistad, a pesar de algunos frecuentes desencuentros, digamos estético-políticos. Hace unos años realizamos un viaje largo, de los que yo llamo apostólico cultural, con nuestras películas por Italia y Grecia, y guardo el mejor recuerdo. Yo era para él lo que en la época se llamaba un compañero de viaje, supongo que con veleidades ácratas. Y nunca fui capaz de aceptar su invitación, o más bien la de Ricardo, con quien tenía más confianza, para ingresar en el Partido. Lo más admirable para mí de Bardem es que de cuantos amigos comunistas del cine traté, y eran muchos, Juan Antonio fue el único que aguantó hasta el final creyéndoselo religiosamente. Todo un carácter. Creo que fue una fortuna para mí el haber tenido la oportunidad de tratarle.

El cine-club fue importante por haber sido el impulsor de las Conversaciones de Salamanca, y aunque tú lo has recordado recientemente en un documental, no está demás volver sobre el asunto.

Es un tema especialmente pesado, yo diría coñazo, por tantas cosas que se han dicho. Esto me hace ser quizás exageradamente crítico con las Conversaciones. Pero no quita que las recuerde con agrado. La mayor sorpresa fue ya cuando hicimos el Manifiesto: la respuesta fue unánime no sólo en el cine, sino también las universidades, instituciones, colegios mayores, cine-clubs de toda España. Lo cual implica un acierto en aquel momento, tan propicio. Otra cosa es que luego nos creyéramos más o menos lo que allí se dijo: desde Berlanga, el más contestatario y crítico, hasta Bardem, el más entusiasta. Otros nos lo creíamos regular. Yo ya he subrayado y escrito cómo en Salamanca, por ejemplo, jamás se planteó la eliminación de la censura, sino algo mucho más modesto: que existieran unas normas para saber a qué atenerse. José María García Escudero, tomó buena nota de lo que allí se dijo. Había unas hermosas dosis de idealismo. Y bastante solidaridad. Creo que fue la primera vez, después de la guerra, que en España dialogaban sinceramente gentes de ideas opuestas. Y en modo alguno se trataba de una cuestión de generaciones en la que los más jóvenes quisieran sustituir a los más viejos. Nosotros no teníamos ningún interés en sustituir a nadie, sino que se elevara radicalmente el nivel de calidad y de compromiso social. Lo nuestro no era la “profesionalidad”, tal como se entendía, el hacer películas al coste que fuera y con quien se pudiera. Había más bien una euforia utópica según la cual de lo que se trataba era de vivir como seres más libres y comprometidos, a los cuales la reforma del cine les interesaba como instrumento de reformar también la vida. Date cuenta de lo que significaba vivir sometidos a las limitaciones de la dictadura. Y esto primaba, no sé si en exceso, pero sí de un modo prioritario.

¿Pero no crees, como se ha afirmado muchas veces, que de Salamanca salió el programa que aplicó García Escudero cuando asumió la dirección general de cine?

Yo creo que no. ¡De Salamanca no salió NADA, nada de nada! Quizás una cierta mala conciencia que creaba en adelante incomodidad, y un estado especial de excepción respecto a los criterios de censura. Tal vez García Escudero sí tomó en cuenta lo de la censura, la codificó, o más bien la instrumentalizó de un modo más racional. Pero no cabe ninguna duda de que a partir de García Escudero lo que hubo fue una censura menos zarzuelera, pero mucho más sibilina. Antes, la censura era moral, cuartelera, de reprimenda entre camaradas del mismo bando, puesto que a ningún rojo se le hubiera ocurrido hacer cine, se preocupaba por culos y tetas, quizás consignas y nada más. Después, fue una censura eminentemente política, adaptada a las incipientes rebeldías, porque García Escudero, que nos conoció perfectamente, y precisamente en Salamanca, que participó en nuestras discusiones, sabía muy bien quiénes éramos, y qué queríamos. Sabía que éramos gente peligrosamente inquieta, que utilizaba el cine como medio de expresión, incluso por encima del afán de ganar dinero con él –lo cual no quiere decir que además se ganara, felizmente, cuando se ganaba-, pero eso como una cuestión de otro orden. Y a partir de aquí se entenderá mejor, creo yo, lo que significó la llegada del garcíaescuderismo, encuadrado en esta evolución del Régimen, con el despertar de los hijos de los vencedores y la inquietud impensable que esto aportaba. Piénsese en el Primer Congreso de Escritores Jóvenes, práctica continuación de nuestras Conversaciones, que terminó con sus cabecillas encarcelados: Ruiz Gallardón, Pradera, Tamames, Sánchez Dragó, Sánchez Mazas… Y la caída del caballo de Ridruejo, Laín, Tovar, Torrente, Ruiz Jiménez…

A pesar de tu fobia por la profesionalidad, hablemos un poco de tu formación académica. Cuando tú comenzaste en la escuela, todavía era el IIEC.

Niego que tenga fobia a la profesionalidad. Lo que no tengo es el fetichismo que significan Las Putas Respetuosas, explotadas, jodidas y desgraciadas, pero muy buenos profesionales. Nosotros tuvimos la fortuna de poder acceder a la Escuela de Cine, entonces IIEC o Instituto de Investigación y Experiencias Cinematográficas. Sí. Teníamos las clases en la Escuela de Ingenieros Industriales, y el hecho de que estuviéramos alojados en una escuela de esta naturaleza, dependiendo, además, de un ingeniero, que durante un tiempo fue don Victoriano López García, una extraordinaria persona, y no de un hombre de cine, fue lo que provocó la primera huelga que nos tocó protagonizar, si no organizar. Todo aquello era una improvisación para otra cosa, absolutamente insuficiente. Y a los gestores del invento tampoco les importaba demasiado que aquello llevara otros rumbos. Había, eso sí, algunos buenos profesores: Carlos Serrano de Osma, por ejemplo, un gran tipo, excelente amigo. Pero como profesor participaba generacionalmente de academicismos –es pura anécdota- como que no se podía pasar de un primer plano a un plano general. En la primera oportunidad que tuve, me salté la recomendación ¡qué gozada, se podía hacer! Había otros que no eran tan merecedores de nuestro respeto: ¡qué podían eneseñarnos catedráticos literarios como José Camón Aznar o Joaquín de Entrambasaguas? Y para remate el director político que sustituyó al ingeniero fundador López García, José María Cano Lechuga, un personaje pintoresco cuyo pedigrí consistía en ser muy de Acción Católica y ejercer de censor.

¿Y los buenos profesores, quiénes eran?

Serrano de Osma, ante todo, sin que nos afectara su visión diferente del cine y aquello del telurismo. Nadie nos comprendió con más honestidad y agrado. Y tenemos que recordar a José Gutiérrez Maesso, el más preparado y próximo. En realidad era el mejor de todos, aunque de él tengo sentimientos demasiado encontrados. Licenciado en Filosofía, con una formación muy sólida, de quien llegué a ser gran amigo. Él había sido muy importante y lúcido, y moderador en las Conversaciones de Salamanca. A raíz de aquello fue quien me invitó, en 1956, a venir a estudiar cine a Madrid, cosa que yo tenía determinada.

Volviendo a los estudios del instituto: ¿crees que servían para algo, realmente?

Nos sirvieron para formar una piña de amigos. Se discutía de manera muy sincera, lo que llevó a formar un grupo muy cohesionado, a pesar, o tal vez, porque en aquel tiempo también se matricularon un grupo de gente del Régimen, ya situados en cargos oficiales; como el novelista Rafael García Serrano o el mismísimo director de Radio Nacional de España, y otros cargos. Maesso nos enseñó a ser críticos, tenía sus esquemas, su “librillo”. Se nos hizo famoso por lo de la idea núcleo, una idea casi tomista, y aunque nos lo tomábamos a broma, lo cierto es que nos dábamos cuenta de que se trataba de algo verdaderamente importante: para un cineasta, es fundamental tener claro qué se quiere decir, y cómo organizar el trabajo mentalmente.

De entre tus condiscípulos, además de con Picazo y con Summers ¿con quién más te relacionabas en aquel tiempo?

Con Camus, que llegó un poco después a mi mismo colegio mayor y venía de ser jugador de baloncesto, ¿quién iba a imaginarse al futuro autor de Los Santos Inocentes o de La Colmena?; con Borau, que ejercía ya de corresponsal de El Heraldo de Aragón, y tenía un puesto fijo en un Ministerio, era un poco mayor y tenía más experiencia, sobre todo, salía mucho más que nosotros; con Saura, que no es que fuera mayor, es que había entrado antes en el Instituto y por entonces era ya profesor. Carlos iba más adelantado y daba la impresión de pisar más seguro; era un estupendo fotógrafo, formidablemente dotado para la imagen. Y tenía ya una casa muy agradable, yo creo que hasta coche. Le recuerdo siempre simpático y sonriente con su maravilloso abrigo blanco de piel de camello; probablemente el más listo de todos. De Manolo Summers, todo bondad e ingenio, recuerdo las largas charlas andando desde los Altos del Hipódromo, donde teníamos la escuela, hasta la universitaria en la que vivíamos en colegios próximos. Qué sensación de felicidad. Y Miguel Picazo, claro, indispensable, sabio, cáustico, divertido. Inolvidables viajes a los hermosos pueblos de La Alcarria, o a Guadalajara, a los bailes que se organizaban en la academia de su madre.

Tus dos primeros trabajos, ya acabados tus estudios, Torerillos y El noveno, fueron producciones de Hermic Films, responsable de la mayor parte del cine colonial documental español. ¿Fuiste tú quien se puso en contacto con su principal propietario, José Hernández Sanjuán?

Creo que sí. Le había conocido porque nos alquilaba la truca donde rodábamos lo del retablo de la Catedral Vieja de Salamanca. Él nos cedió también su marca, que necesitábamos para la pequeña empresa que formamos entre José Luis Borau, Luis Enciso y Mario Camus. Tenía de socio al montador Luis Torreblanca. Bellísimas personas.

Torerillos anticipa, de alguna forma, parte de tu cine posterior: hay recursos de montaje con periódicos, como en Canciones para después de una guerra; un interés por el documental, un gusto por lo popular…

Torerillos era en realidad una especie de metáfora sobre nuestra propia situación de entonces, un grupo de idealistas que queríamos abrirnos paso en lo que más nos gustaba, más que hacer negocio, que ni mucho menos llegamos a hacer. De hecho, la rodamos poniendo diez o doce mil pesetas cada uno. Cuando estábamos en vísperas de filmar, se me ocurrió que podíamos de paso hacer también algo sobre las fiestas de un pueblo, San Felices de los Gallegos, cercano al lugar en que teníamos que rodar, a pocos kilómetros de Lumbrales, mi pueblo. Allí, cada año se rememora la victoria de una lucha contra la obligación medieval de pagar la novena parte de las cosechas y ganados a los duques de Alba, señores de las tierras. El pueblo se rebeló y consiguió, tras un largo pleito, liberarse de esa obligación, y eso era lo que se celebraba. Recordaba de mi infancia que la fiesta era muy arriesgada, tremenda, divertida, y se me ocurrió matar dos pájaros de un tiro. Había que rodarla en sólo dos días. Fue un poco de locura: tenía de director de fotografía a Álvarez, un cameraman que se fue de niño a Rusia durante la guerra, y acababa de regresar. Lo hizo extraordinariamente. Miguel Picazo colaboró como ayudante de dirección. Había que estar atentos a lo que saliera, e improvisar, sin tiempo de pensarlo. Así rodamos escenas escalofriantes. Se trataba de traer toros hacia el pueblo, y hacerlos pasar en un encierro de vértigo, por la calle donde estaba el cuartel de la Guardia Civil. Allí, las mujeres de los guardias los esperaban detrás de los capotes de éstos, y había una apuesta a ver quién aguantaba más tiempo sin que les arrollaran los toros, que venían como locomotoras… El noveno tenía, en un primer montaje, 22 minutos; era mi visión de la España recia y brava que viví de pequeño. En otro momento llevaba yo precisamente una Arriflex en la arena del ruedo de carros, cuando ví por el objetivo que un forzudo sin camisa se plantaba delante del toro, a cuerpo descubierto, esperando que se arrancara la bestia a la que agarra por los cuernos en una lucha brutal hasta derribarla. Había que verlo para creerlo. Por cierto, que en un momento dado a mí, hipnotizado por lo que veía, no me mató el animal de milagro. Pero la censura, y fue ésta la primera ocasión en que me las vi con ella, decidió no autorizarla. Hernández Sanjuán y Torreblanca, los de Hermic, se arreglaron para que nos permitieran un montaje que dura sólo 9 minutos. Lo que siento es que no conservo el documental entero. Además, lo pusieron en la última categoría, porque entendían que había ido a rodar la España solanesca que no había que inventar. El noveno fue antes a las salas, porque para acabar Torerillos no teníamos dinero. Tuve que ingeniármelas para acabarla, y de ahí que me inventase lo de los recortes de periódico y la voz en off, de Fernando Rey. Y es cierto que hubo un conato experimental de lo que hice más tarde. Torerillos fue una buena tarjeta de presentación: recuerdo una crítica muy amable de Alfonso Sánchez en la que hablaba de que por primera vez veía cine de autor en España. Aunque yo ni me había enterado.

Tus problemas con la censura, no obstante, habían comenzado antes, ya en el IIEC.Bueno, era completamente lógico. Sí, me habían cargado por dos veces la práctica de fin de carrera. Una fue El descanso, que contaba la peregrinación de un obrero que trabajaba en la Torre de Madrid, nuestro primer rascacielos, y que se trasladaba a su casa, donde ahora está la M-30. Filmé de forma muy realista las chabolas que habían por allí, cerca de la Plaza de Toros. Me llamaron la atención, además de suspenderme, diciendo que filmar esas cosas no era hacer cine, o algo así. La otra fue Parque del Oeste, que mostraba en clave de humor la vida en aquella zona próxima a donde vivía, y que, no sé por qué, nos detuvieron y nos hicieron pasar una noche en comisaría. Tampoco parece que les gustara a las autoridades del Instituto.

Se supone que una vez acabado el IIEC, cada uno de vosotros se dispuso a abordar su primer largometraje…

…pero no todos con la misma prisa. A mí Cesáreo González, por aquello de que Torerillos había ido bien, o que yo era de Salamanca y tenía parientes ganaderos, me pasó un guión basado en la vida del Cordobés, un personaje que me fascinaba. Pero no era lo que yo quería, ni me dejaba tocar nada de lo que estaba escrito. Y tuve que decir que no. Tampoco tenía prisa: nunca creí que por ser director novel tuviera que hacer lo que pudiese, entre otras cosas porque seguro que no sabría. A lo mejor es que soy un frívolo, pero yo le encontraba mayor satisfacción a experimentar de otras formas. Con la publicidad, por ejemplo, que es donde yo me desbravé, hacía lo que me gustaba, y le tomé gusto a eso de la libertad. Esa puede ser una clave para entender mi cine: hacer lo que me apetecía, mejor o peor.

¿Qué crees que fue, en realidad, el NCE?

Nunca lo he sabido. Yo creo que era un cierto espíritu común a un grupo de personas interesadas en hacer un cine más de cada uno. De ahí que ninguna de nuestras películas se parecieran unas a otras, lo de ponerles apellidos y encasillarlas es ya cosa de los entendidos. Y pues muy bien para entenderlo, luego quizás sea interesante ver quién las produjo, y qué problemas tuvieron con la censura de entonces. El NCE nació, o allí al menos se nos bautizó, después de nuestra puesta en sociedad en el estreno de nuestras prácticas en el Palacio de la Música, cuando estuvimos en las jornadas de escuelas de cine de San Sebastián, donde volvieron a exhibirse en público. Por cierto que otros de los estudiantes asistentes por parte de Polonia fue Polansky. Y no faltaron, junto a la sorpresa administrativa, las coñas mofándose del NCE, llamándonos pedantes, qué se han creído estos chicos que pretenden comerse el mundo. Cuando la verdad es que no queríamos comernos nada. Yo al menos con mi Tarde de domingo.

La cuestión taxonómica sobre el NCE, la Escuela de Barcelona y buena parte del cine joven de la época tuvo desde siempre características discutibles: Villegas López, por ejemplo, que se centra mucho en el cine de los de la EOC, hace arrancar al NCE de Bardem y Berlanga…

Es que Bardem y Berlanga fueron los cabos gastadores que abrieron el desfile. Ellos tuvieron otra manera de hacer cine. El Bardem de los ´50, el de Cómicos o Muerte de un ciclista, tenía una manera de iluminar, de encuadrar, de meter la música que lo hacía diferente a todo lo que se hacía, aunque luego se fuese por otros rumbos: prácticamente hasta La venganza, que él creía su obra más ambiciosa. Yo tuve la oportunidad de asistir a la primera proyección privada, -era cuando trabajaba con él-, en una pequeña sala de la calle Silva, creo, y a mí se me cayeron los palos del sombrajo: ¡aquellos parlamentos de Fernando Rey diciendo cosas como “Antójaseme…”, o Carmen Sevilla haciendo de campesina! Pero creo que a Bardem le valió la pena, y merecía que aquél haberse arriesgado hubiera sido comprendido con más respeto. Otra aportación fundamental fue la de Berlanga, que había abierto caminos con Bienvenido Mister Marshall y tuvo su apogeo insuperable en Plácido y en El Verdugo. Nosotros no teníamos que esforzarnos en ser originales, sino en continuar sus ejemplos de cine con otras propuestas de libertad.

¿Erais conscientes de que el Estado, a través de García Escudero y de su legislación, os utilizaba, o crees que era una cuestión de mutua conveniencia?

Yo pienso que en aquella guerra, no sé si declarada, la calificación no era la de ser o no utilizados. Cada uno sobrevivía como podía de acuerdo con sus luces o sus ganas de luchar. ¿Tú crees que fui utilizado por García Escudero? Pues bueno. A mí me hubiera gustado haber podido utilizarle a él, sin escrúpulo alguno. Pero no debí saber hacerlo. O lo hice incorrectamente. Ahí están los resultados, con sus limitaciones y sus cicatrices. Lo terrible es que tuviéramos que pasar por tales irracionalidades. ¿Es que el estado de cosas por el que hay que mercadear ahora no es en otros aspectos mucho más irracional?

¿Cómo fue el proceso que llevó a la realización de tu primer largometraje, Nueve cartas a Berta?

Pues fue un proceso muy sencillo, muy natural. Yo había escrito un tratamiento de guión por encargo de Pepe Maesso en el plazo de ocho días, como me pidió. Se lo llevé puntualmente y… bueno, hasta ahora, nunca me contestó. Al tiempo surgió otra empresa de Bermúdez de Castro, Eco Films, que se proponía producir películas de los nuevos cineastas. Querían algo “simpático” sobre estudiantes o así, y yo les presenté Nueve cartas… Todo transcurrió rápidamente. Buscaron un coproductor, Transfisa, de Vicente Rodríguez, y comenzamos a hacerla, con total normalidad.

Por entonces, ya García Escudero había hecho aprobar sus principales leyes de apoyo al cine español.

Nunca llegué ni a leerlas. Tal era mi entusiasmo o mi insensatez. Ni veo que la tal Ley de Cine estuviera hecha como un regalito para unos cuantos de la EOC. Sospecho que, en tal caso, quienes verdaderamente se beneficiarían de ella fueron los productores de siempre, el viejo cine español, y sus tácticas pasteleras. Sí es cierto que nos ayudó o que se ayudó a sí mismo con algunas películas: La tía Tula, que fue la primera; algunas de las de Summers, que eran las más comerciales; El buen amor de Paco Regueiro, , tal vez alguna de Julio Diamante, las de Carlos con Querejeta… Supongo que mis Nueve cartas…, después que conseguí esforzadamente que no me la prohibiera, que es lo que intentó. Más agradecidos tendríamos que estar al simple hecho de que pudiéramos subsistir.

En sus diarios de aquella época, García Escudero incluye dentro del NCE otros filmes, como Noche de verano de Jorge Grau…

Grau pertenecía a otra órbita diferente: era un cine que se hacía en Barcelona aparentemente diferente al que se hacía por aquí; un cine ligado a una productora, Estela Films. Pero yo sólo me atrevería a hablar de Nueve cartas…, una película que creo que planteaba sinceramente los problemas de dos generaciones diferentes, padres e hijos que no se entendían, los que habían hecho la guerra y los que no. Pero el señor Director General, nuestro protector, la prohibió a rajatabla. Curiosa ley de apoyo a los jóvenes diferentes. Yo conseguí entrevistarme con él. Dolorosa experiencia. Su recepción fue muy fría, aunque me felicitó por la honradez de la película, “de un intelectual de izquierdas”. Todo un consuelo. Y me previno sobre la imposibilidad de autorizarla mientras él fuese director general. Se lo impedía, según me explicó, una insalvable presión de militares y obispos, que, no sé cómo, se habían adelantado quejándose de la película. Yo, viéndome perdido, me atreví a preguntarle qué pasaría si lograba que gente como el padre vencedor que yo retrataba allí me apoyaba. Y sonrió: bien adelante, inténtelo usted. Y claro que lo intenté.

¿Partías de alguna referencia autobiográfica, de algún alférez provisional que conocieras para escribir el personaje del padre?

No, me lo imaginé. Yo no pude vivir esa experiencia con mi padre, porque él murió cuando yo era aún pequeño, no viví ese enfrentamiento generacional; pero no resultaba difícil observarlo en muchos hogares de España. Y precisamente a través de un primo militar, uno de los hombres más buenos que he conocido, padre de mi querido ayudante en la película, José Luis García Sánchez, entré en contacto con algunos de los representantes de los alféreces provisionales. Organizamos para ellos una sesión en el Sindicato del Espectáculo. Era un poco acojonante, pensar en lío en que me podía meter. Pero yo tenía razón, a pesar del recelo inicial, al final estallaron en un aplauso, me abrazaron y me decían cosas como: “`¡Esos somos nosotros, los que hicimos la guerra para que otros terminaran viviendo de nuestro esfuerzo!”. Y me firmaron una carta talismán apoyando la película: gracias a esa carta, la película no está hoy olvidada en un sótano, sin haberse estrenado, muy a pesar de García Escudero.

Además de estos problemas con el director general ¿tuviste algún tipo de relación con otros censores?

BMP: La tuve, y muchísimo peor, años después con motivo de Canciones para después de una guerra tras la que vino mi decisión absoluta de no volver a someterme nunca más a semejantes inquisidores. Recuerdo, ya en la transición, una entrevista semejante con el ministro Pío Cabanillas, que me proponía autorizarla si yo cedía a someterme a algunos cortes. Ante mi cabezonería me amenazó con permitir, en vez de la mía, otra película censurada La prima Angélica, de Carlos. Y así tuvo que hacerlo para demostrar su liberalidad. Pero yo estaba seguro de que la batallita estaba ya ganada. Era cosa de esperar. Ha sido una guerra miserable ya desde que estábamos en la Escuela. Cuando presentamos mi primer corto, Torerillos, un censor escribió en el dictamen que conservo: “En la escena en que aparece un tren echando humo, que pase el tren, pero que no eche humo, porque ensucia el paisaje ya de por sí feo de Castilla” ¡A mí que me parece que el paisaje castellano es hermosísimo! Pero ha habido censuras y censuras: la de antes de García Escudero y la de después, ya te digo, la de después de Salamanca, que es cuando comienza la censura de verdad, como he dicho más veces, con García Escudero las cosas fueron diferentes. Puso en la junta a intelectuales de reconocido bagaje cultural, como Marcelo Arroitia-Jáuregui, y a políticos más leídos, y los resultados cambiaron, pero para peor. En tiempos de Canciones para después de una guerra, aún se radicalizaron más. Resulta que a los censores mi película en el fondo les gustaba, y la desautorizaban, pero no del todo. Fue cuando Carrero Blanco pidió verla personalmente y, para que no anduvieran con blandunguerías nombró él mismo una junta especial de cinco prebostes de la vida pública para que la prohibieran. Me mandaron hace algún tiempo fotocopia de sus informes espeluznantes: Monseñor D. Santos Beguiristain: “Socaba los mismos cimientos de la Patria, malintencionada y corrosiva”; D. Luis Martos Lananne: “Pretexto para lograr escenas de intención dañina”, “enciende la sangre de indignación”. “Impregnada de bilis de algún rojo derrotado”; D. Antonio Torres-Dulce Ruiz: “Satiriza en forma deplorable al pueblo español, en su carácter y gestas históricas”. “Suscitaría la repulsa contra quienes la autorizaran”; D. José Ignacio Escobar Kirkpatrick, marqués de Valdeiglesias: “Una España de mugre y cochambre”. “Se ceba la saña rencorosa del autor”. “No se ve razón alguna para dar libre curso a semejante labor de corrosión”; D. Enrique Tomás de Carranza: “Una película que podría resucitar antiguos enfrentamientos y perturbar la convivencia de los españoles”.

¿Por qué te crees que siendo La tía Tula la primera película del NCE, se suele considerar Nueve cartas a Berta como el manifiesto del NCE?

La tía Tula sigue siendo la gran película: a Miguel: le salió redonda. Es un melodrama de estilo clásico, que no necesita de atrevimientos como los que yo ensayé en Nueve cartas… Atrevimientos, dicho sea de paso, que no hice porque sí, sino porque creía que eran expresivamente interesantes. Yo tenía a Ricardo Muñoz Suay de ayudante, y, al rodar algunas secuencias, por ejemplo en el casino de Salamanca, yo obligaba a los actores a mirar a cámara. Él me decía que era una tontería que no podría montar. Pero a mí no me importaba; al fin y al cabo, ese mirar fijamente al espectador lo habían realizado ya Velázquez o Tiziano en sus cuadros, y a mí me parece de una eficacia extraordinaria. Yo proponía un juego de otro tipo. Pero no me parece que ello dé para lo de Manifiesto.

Volvamos otra vez al principio. ¿Tienes conciencia de que hubiese algún cine, o algún cineasta, que te influyera en tu práctica como director?

BMP: No soy muy consciente. A mí lo que me gustaba en mis tiempos de espectador, en los primeros años de despertar, fue sin duda el cine americano: Ford, Welles, Huston, Raul Walsh, Cukor, Lubitch. Luego, me fascinaron otros directores: recuerdo especialmente a Jean Renoir, y me gustaban mucho Fritz Lang, Murnau, Rosellini; tardé en descubrir a Dreyer, David Leam, el cine de los Estudios Ealing, Laurence Olivier…

¿Y no tenías ninguna relación con los nuevos cines que se hacían en la época, con la Nouvella Vague, con el Free Cinema?

No estoy seguro. Me gustaron en su momento La aventura, que fue el primer Antonioni que vi: también las películas neorrealistas –Roma, città aperta me impresionó profundamente; El Gatopardo de Visconti, De Sica me gustaba, aunque también polemicé mucho con algunas de sus películas-; pero mucho más Renoir. Ya te digo que fui un autodidacta, no soy consciente de qué influyera en mí. Creo que, en general, he ido haciéndome cinematográfico sobre la marcha.

Sin embargo, hay rasgos comunes en ti y en Antonioni, aunque sólo sea porque estaban en el mismo aire de aquella época. Os interesaba ocuparos de temas sobre las que el cine de entonces no se pronunciaba: el vacío existencial, la incomunicación, el absurdo de vivir.

Supongo que eso sería más tarde. Hay una anécdota con mi práctica final de la escuela, Tarde de domingo. Estábamos preparando un proyecto de película con Enrique Torán y Borau, en la Plaza Mayor de Salamanca, cuando recuerdo que leí la crónica del festival de Cannes en la que se reseñaba el estreno polémico de La aventura: decía que era una película en la que no pasaba nada, y yo dije: “¡Joder, si eso es lo que he querido hacer yo con la mía…!” Meses después la vi, en un pase en la escuela. Y claro que me fascinó; pero no es menos cierto que las siguientes me gustaron menos, El eclipse o Desierto rojo: se le veía ya la maniera, la trampa.

¿Y Buñuel no te interesaba?

Me interesaba relativamente. Yo creo que Buñuel pertenecía, formalmente, a un cine retórico que no me atraía; no en su riquísimo mundo interior, el surrealista, viejo cine: no en su riquísimo mundo interior, sino en la manera en que lo mostraba, en su tradicionalismo visual, en cómo hace trabajar a los actores… Luego ya ví en París Los Olvidados, Nazarín y El ángel exterminador y ya era otra cosa. Claro, cuando acaba Viridiana con ese final deslumbrante, te parece que eso es mejor que todo el cine que has visto en tu vida. Pero por la carga que conlleva lo que cuenta, no por cómo lo hace.

¿Cómo os llevabais con la generación anterior? No me refiero al cine de régimen, que os parecía execrable, sino con la generación que hizo la ruptura con lo que Truffaut llamó “le cinéma de papa”: con Bardem, con Berlanga, con Fernán Gómez.

Ya te he contado que tuve una buena relación con ellos, además de colaborar en actuaciones comunes. Una relación muy cordial con Berlanga, más allá de que alguna de sus películas me atrajeran menos; de Bardem ya hemos hablado, y de Fernán Gómez, me interesaba su mundo, el de sus novelas, el de alguna de sus películas; pero su cine me parecía el contrario del que a mí me ha gustado realizar.

¿Por qué crees que se produjo el final del Nuevo Cine Español?

Supongo que habrá tenido mucho que ver la pura economía. Tampoco tengo mucha información en el caso de los demás. En el mío, lo cierto es que yo hice las películas que hice porque en cada situación me parecieron las más oportunas, o las que más me apetecían, sin pensar ni en las estructuras de la ayuda, ni en las estrategias de su siempre incierta rentabilidad. Es que no concibo, ni creo haber estado preparado nunca para actuar de otro modo. Pero insisto en que sigo sin saber muy bien qué fue aquello de lo del Nuevo Cine Español…

Digamos que aquí se dieron, como en otros países europeos en aquel tiempo, políticas de protección para jóvenes debutantes, hubo una escuela de cine de la que salieron nuevos cuadros, hubo interés por parte del Estado de proteger la industria frente a lo foráneo.

Es que yo creo que la legislación fue hecha para, de forma rutinaria, proteger lo que había, no para propiciar la llegada de nada diferente. No creo en la generosidad del Estado, ni del director general que antes de serlo se mofaba de nosotros, por promover el debut de nuevos directores.

¿Qué crees que dejó el NCE para la historia del cine en España?

Puestos a ser grandilocuentes y maravillosos te diré que me parece que fue una circunstancia dentro de la coyuntura histórica española, en la que surgimos unos cuantos con ganas de hacer algo distinto, un tanto arropados por la Escuela de Cine y la amistad que entonces forjamos, y que en muchos casos sigue viva; sin que ello implicara que fuéramos homogéneos entre nosotros: ¿qué tienen que ver entre sí películas de amigos como Picazo, Saura, Mario, Summers, Borau, Regueiro… o yo? ¿Intereses comunes nuestros? Y, en lo que a mí respecta, tengo que repetir que jamás tuve conciencia de hacer nuevo o viejo cine español. O yo era tonto, o sencillamente estaba en otra onda, pero no me planteaba el cómo, ni si estaba participando en un movimiento colectivo de renovación, ni nada parecido. A mí me atrae mucho jugar, provocar, investigar, emocionar… Y como no había una estructura industrial interesante, me tuve que montar mis propias empresas para ir haciendo esto que quería: un cine crítico con lo que no me gustaba, díscolo si es preciso, imaginativo, cómplice con el espectador. Y lo demás, con perdón, ¿no lo hacéis mucho mejor vosotros los críticos y los historiadores?